La Nueva España (20/05/2003): Serie Entrevistas en la Historia
José Ignacio Gracia Noriega

Don Emilio Valenciano, ya muy anciano, vive retirado de su última ocupación como juez de primera instancia de Oviedo, pero sin perder la energía ni la fe en sus arraigadas ideas, que fueron las de sus mayores. En las cuencas mineras asturianas se adivinan vientos revolucionarios que pueden ir a más y convertirse en huracán. Pero don Emilio continúa en su sitio, y me dice con el mismo tono que sin duda habría empleado cuando era un joven soldado de la causa de don Carlos: 

-Si vienen a buscarme, aquí me encontrarán.

Don Emilio es tozudo y de carácter firme, y está muy enraizado en la tierra que lo vio nacer.

-¿Aquí, en Olloniego?

-Sí, señor, nací aquí, en Olloniego, el 15 de enero de 1851, hijo de Ramón Valenciano y de Virginia Díaz, ambos tradicionalistas de muy buena cepa. Por tanto, en mi casa nunca vi otra cosa que buenos ejemplos. Con 6 años de edad cumplidos soy enviado a Oviedo, a casa de mi abuelo materno, don Antonio Díaz, escribano y notario en la capital del Principado, para que cursara los estudios primarios y más tarde el Bachillerato en el Instituto, de 1860 a 1865. Acto seguido ingresé en la Universidad de Oviedo, licenciándome en Derecho en 1870.

-¿Y entonces regresa a Olloniego?

-No, quedé en Oviedo, al lado de mi abuelo, practicando en asuntos legales, hasta el 24 de abril de 1872, que me eché al monte.

-¿Cómo que se echó al monte?

-Sí señor, como usted lo oye. O si lo prefiere, salí a campaña en defensa de los derechos legales de don Carlos VII a la corona de España, a las órdenes de don Ruperto Viguri, profesor de Retórica en el Instituto y jefe militar carlista de Asturias por aquellos días. La partida de Viguri estaba compuesta por veinticuatro hombres, y entre ellos se contaba don Nicolás Rivero, quien luego marcharía a Cuba y, con el tiempo, llegaría a ser director y propietario del importante periódico «Diario de la Marina», de La Habana.

-Sin embargo, ¿no es cierto que la partida de Viguri apenas pudo actuar?

-Cierto, cierto: tuvimos muy mala suerte. Yo salí de Oviedo la tarde del 24 de abril, muy lluviosa y desapacible, en compañía de Cayetano Díaz Agüeria. El lugar de reunión estaba señalado en Latores, y en casa del párroco, don Pablo Barinaga, nos reunimos con Viguri, que ostentaba el grado de coronel, y recogimos el armamento, que consistía en un fusil con su bayoneta y varios cartuchos Remington. Ya de noche, salimos en dirección a Las Caldas, por un camino que usted conoce, Noriega, y después de caminar durante toda la noche, entramos en Proaza al amanecer. Don Gabriel Palacio nos abrió las puertas de su casa, pues llegamos agotados, mojados y cubiertos de barro, y nos dio de desayunar. Repuestos con el desayuno, seguimos la marcha por la peña de Caranga hasta Teverga, donde nos reunimos con un grupo de jóvenes que habían llegado por otras sendas, y entre los que se encontraban Boves, Viejo, Cayado, Tamargo y Nicolás Rivero, entre otros. Seguía lloviendo mucho, por lo que caminábamos por el monte entre verdaderos lodazales. Pero esto no fue lo peor, sino que a la salida de Teverga supimos que habían salido fuerzas del Gobierno detrás de nosotros, por lo que tomamos posiciones en un castañedo, y después encontramos refugio en unas cabañas, en las que tomamos el rancho, que se redujo a un puñado de almendras para cada uno. Y con este «combustible», que nos repuso sólo a medias, continuamos la marcha hasta la aldea de Bandujo, a la que llegamos calados. Hacía mucho frío y no dejaba de llover. Después de hacer noche en Bandujo, al amanecer bajamos a Bárzana de Quirós, para ir a misa, pues era domingo. Y allí nos denunció el secretario del Ayuntamiento, un tal José María Estrada, que era de Oviedo y nos conocía a todos. Por lo que subimos a Villamarcel, y pasamos la noche en un pajar. Durante la noche se puso a nevar, de manera que allá arriba teníamos la nieve, y abajo, en el valle, a los carabineros y guardias civiles, persiguiéndonos. Por lo que decidimos seguir por el monte, hasta alcanzar Torrestío, en la raya con León. Aquí se presentó la fuerza enemiga, al mando del teniente Alonso. Nosotros nos encontrábamos decrépitos, en muy mal estado, con varios enfermos, algunos de pulmonía, por lo que no nos quedó más remedio que parlamentar. El teniente Alonso se avino a considerarnos como prisioneros de guerra. Inmediatamente después fuimos desarmados, y por Ventana y los Pontones, nos bajaron a Telledo, donde recibimos comida caliente, y a Pola de Lena, en cuya cárcel estuvimos alojados dos días, hasta que nos trasladaron a Oviedo.

-Así que la partida de Viguri fue derrotada y desarmada sin disparar un solo tiro.

-¿Qué quiere? Habíamos salido a luchar por don Carlos, no a combatir contra los elementos. Y si sin disparar un solo tiro fuimos tratados con suma dureza, imagínese lo que nos hubiera ocurrido de haber opuesto resistencia a las fuerzas del Gobierno.

-¿Qué tal trato recibieron en la cárcel de Oviedo?

-Muy riguroso. Estuvimos en ella hasta noviembre, que nos llevaron andando hasta Gijón, para ser embarcados en dirección a Cádiz. Mas el barco no se presentó, por lo que fuimos devueltos a Oviedo. Pocos días después hicieron con nosotros una cuerda de presos, y por Villafría y Olloniego nos condujeron a Mieres, donde se hizo cargo de nosotros el capitán Rivaduya, que estaba al mando de una compañía del Ejército. Y otra vez en marcha. Hicimos noche en Pajares y al día siguiente atravesamos el puerto de Pajares y bajamos hasta Busdongo, donde fuimos subidos a un tren que nos llevó a Madrid, y de Madrid, en otro tren, nos llevaron a Córdoba, y de Córdoba a Cádiz, donde nos reunieron con otro grupo de carlistas aragoneses y todos juntos fuimos embarcados en un viejo vapor, en dirección a las islas Canarias. Al cabo de tres días desembarcamos en Tenerife. El general don Carlos Palanca, un ilustre veterano de las guerras coloniales, tuvo consideraciones con nosotros. Por primera vez recibimos un trato humano. Yo, con algunos compañeros, alquilé una casita por tres reales diarios. También recibí ayuda de un rico asturiano de Gijón, don Manuel Menéndez, que tenía negocios en Cuba. Y allí estaba en las islas, vegetando, cuando me enteré de que había sido condenado a diez años de prisión, que había de cumplir en Cuba. Por lo que, con otros compañeros, tomamos pasaje en el vapor «Mogador», que se dirigía a África. De este modo nos fugamos de Canarias, y tras hacer una escala en Gibraltar, desembarcamos en Marsella el 29 de junio de 1873.

-¿Y vivió mucho tiempo en el exilio?

-No, porque la guerra carlista ardía, sobre todo en las provincias del Norte. Por lo que atravesamos la frontera y en Lecumberri me presenté al comandante en armas. Poco después, por mediación de don Guillermo Estrada, fui recibido por don Carlos VII, que me acogió con sumo afecto. Y con el grado de alférez fui destinado a la Tercera Compañía del Primer Batallón de Álava, que estaba al mando de don Ruperto Viguri.

-¿No había quedado escarmentado de la primera vez que sirvió a las órdenes de Viguri?

-No. Entré en fuego por primera vez en la batalla de Montejurra, que duró tres días y en ella gané la medalla de Montejurra. En diciembre de 1873 combatí en la línea de Somorrostro, en Vizcaya, y en enero de 1874 fui ascendido a teniente de Infantería. Formé parte del Ejército que se dirigió contra Santander, con ánimo de tomar la ciudad, y, aunque no pudimos tomarla, ocupamos Solares y Astillero. En marzo estuve luchando de nuevo en Somorrostro, participando en varios combates a la bayoneta: en uno de ellos murió mi viejo amigo Cayetano Díaz, de Ceceda. Y después de luchar en la batalla de Abarzuza, en la que murió el general liberal Concha, fui destinado a Asturias, adonde entramos por Tielve, agregándome en Cangas de Onís a la partida de Adolfo Valdés. También colaboré con Próspero Tuñón, peleando en Aller, Laviana, Caso e Infiesto. Pero requerido en las Vascongadas, embarqué en Gijón, hasta Santander, y de allí a Valmaseda, siendo destinado a un batallón alavés. En diciembre de 1875 asciendo a capitán, y en febrero de 1876 paso la frontera francesa, con los restos del Ejército Real derrotado y el nombramiento de comandante.

-¿Permaneció mucho tiempo en Francia?

-Un año. Durante este tiempo conocí a Julio Verne en Chantenay, e incluso le acompañé en un vuelo en globo. En 1877 regresé a España, acogiéndome a la amnistía, estableciéndome en Madrid y trabajando como abogado en el despacho de don Julio Pedregal. Pero en 1880 marché a Filipinas, donde mi tío Carlos tenía establecido despacho de abogado en Illo Illo. En Filipinas permanecí durante dieciocho años: fui juez y fiscal y más tarde alcalde de Illo Illo, y capitán de las milicias locales. Por mi comportamiento durante la guerra de Filipinas fui recompensado con la Cruz de Primera Clase del Mérito Militar, la cual no acepté hasta que don Carlos me dio permiso para ello. En julio de 1898 regreso a España, aunque en 1903 volví a Filipinas, para arreglar algunos asuntos privados. Durante algún tiempo ejercí como abogado en Gijón, y desde 1906, en Oviedo. Colaboré en la fundación de la revista «El Porvenir Asturiano» y dirigí el periódico carlista «Las Libertades». En 1924, don Jaime me nombró jefe de los carlistas de Asturias.